Robert Lane Greene es el autor de Johnson, un blog sobre lenguas en el que casi nunca me he fijado (igual hay que darle un repaso), y que mantiene The Economist. Hace poco hizo una buena selección de 5 libros sobre lingüística cognitiva en The Browser.
Acaba de publicar un libro que está recibiendo mucha atención, pero que (solo he leído fragmentos) me parece que está escrito con cierta ligereza: You Are What You Speak. Grammar grouches, language laws and the politics of identity («Eres lo que hablas. Expertos gramaticales, normas lingüísticas y políticas identitarias», Delacorte Press, 2011).
Greene parte de una posición que comparto: la lengua es comunicación entre hablantes; el resto es una cuestión de quién controla qué se habla y quién controla cómo se habla, es decir, es una cuestión de política y poder. El libro pone sobre la mesa muchos temas, con puntos de vista que en ocasiones me parecen contradictorios. En todo caso, es uno de esos libros que te interpelan y te hacen tomar posición. El índice que propone el autor es apasionante; su desarrollo, menos, cayendo incluso en la insustancialidad de los «libros de aeropuerto».
Concuerdo con Greene cuando afirma que «cuanto más simple es una lengua, más rica es». Como dice, en frase memorable:
Languages become simpler and more flexible in order to spread and succeed.
Defiendo la importancia de un globish español, una lengua española internacional, simple y útil, que tome el puesto, junto al inglés, de lengua global (cosa que hoy no es ni de lejos, a pesar de la propaganda triunfalista con que se nos bombardea desde hace años). Las características «analíticas» de la lengua española, su simplicidad de pronunciación, sintaxis y vocabulario, la hacen especialmente apta para este fin.
El autor analiza el uso político de las lenguas (la imposición del «afrikaans» como parte del estallido de la violencia en Suráfrica, o la división que se ha creado entre un turco escrito con caracteres latinos y otro escrito en caracteres árabes), denuncia el poder castrador de las academicas y fundaciones de policía lingüística (la Académie française, por ejemplo), considera que el kurdo, el galés, el catalán o el vasco están sometidos por el nacionalismo «violento» de lenguas superiores (algo que me parece contradictorio con lo anterior; además, al mismo tiempo, está encantado de que el hebreo haya resucitado gracias a su imposición como lengua nacional de Israel. ¿En qué quedamos? ¿imponer es bueno o es malo?). En la misma línea, al autor le parece bien que los suizos de habla alemana hayan creado su propio «alemán suizo», una lengua artificial y obligatoria que no tiene más función que la identitaria. Esto es la ley del embudo. La impresión es que Greene defiende una cosa y la contraria, sin un criterio claro.
En otra parte del libro el autor se dedica a machacar a Lynne Truss (una especie de Lázaro Carreter inglesa, pero con más salero, defensora de la pureza del inglés por cualquier medio – miren la foto si no me creen). Es todo muy arbitrario, ya que la Truss se toma su papel de «estricta gobernanta» del idioma con mucho sentido del humor. Sin embargo, Greene tiene razón cuando habla de la fatuidad de ciertos «expertos» gramaticales, que se arrogan una presunta superioridad a partir de una perspectiva lingüística subjetiva. De hecho, en el ámbito hispánico tenemos ejemplos del peligro de jugar a los dardos sin ton ni son (lo normal es que te salten un ojo).
La pasión por controlar lo que la gente dice es inasequible al desaliento. Parece que ha existido desde siempre y que siempre habrá un jugador de dardos dispuesto a echar una partida. En España hay más de un programa de radio que organiza este tipo de partidas.
El caso es que quería dejar un libro, creo que un buen libro, sobre la pasíon higiénica por la lengua. Eso sí, consagrado al ámbito del inglés y ya con bastantes años. Se trata de Verbal Hygiene de Deborah Cameron.
Lázaro Carreter, como cualquiera, tenía sus manías sin fundamento, pero sabía de lo que hablaba. Digamos que desvariaba con conocimiento de causa. Cuando uno es viejo y sabio, es lo que hay que hacer. Quien se lo tomara a la letra, era problema suyo.
Pero la recua de lazarocarreteritos que ha venido luego da como grima, porque dicen unas paridas tremendas, eso sí engolando mucho la voz. Lo mejor es no hacer ni caso, excepto que el libro sea ya una sarta de disparates sin cuento, en cuyo caso hay que leerlo con una sonrisa de agradecimiento. Los buenos ratos que he pasado con Alex Grijelmo…