Hubo un tiempo en el que todo era más fácil: o te interesaba la tecnología, y hacías todo lo posible para buscarle aplicaciones didácticas a tu trabajo como enseñante, o no entraba dentro de tus planes, y podías vivir sin remordimientos ni anatemas. Por desgracia, en los últimos años toda la cuestión se ha embrollado de una forma irritante, porque, como a menudo ocurre, hemos empezado a construir la casa por la ventana. Ahora es habitual que los programas educativos exijan (sí, exijan) que cada área tenga su barniz digital sea o no pertinente y casi siempre traído por los pelos. Está mal visto ser tecnofóbico, pero lo que hemos creado es una generación de profesores que cuenta con unos medios tecnológicos impresionantes y nadie les ha dicho qué pueden hacer con ellos.
La cuestión es que la tecnología en sí ni añade ni quita valor a un plan curricular o a una secuenciación didáctica, si no se parte antes de una reflexión y de una adaptación de principios pedagógicos, que ni siquiera son ya novedosos, pero que no aparecen en nuestras clases ni por asomo.
La pregunta es ¿para qué queremos más ordenadores si los vamos a emplear en actividades de drill and kill? ¿qué aporta la Wikipedia si nos limitamos a buscar un dato, como haríamos con la Larousse, y no participamos en su empresa colectiva? A lo mejor resulta que no hacen falta tantas subvenciones para equipamiento o proyectos faraónicos y deberíamos canalizar todo ese esfuerzo y esa inversión en ponernos al día como enseñantes y no como desarrolladores web o algo similar. Es más importante que un profesor sepa lo que es un portafolio que lo que es un blog, porque sin el primero, nunca podrá llevar el segundo al aula. Y de eso se trata ¿no?